Por: Fernando Moctezuma Ojeda – @FerMoctezumaO
La reciente acusación de la presidenta Claudia Sheinbaum contra la oposición mexicana —a quienes responsabiliza de “tergiversar” su llamado a la movilización en Estados Unidos— ha encendido un debate que rebasa el ámbito de la política interna. La mandataria asegura que su exhorto, hecho hace tres semanas, estaba vinculado exclusivamente al intento de imponer un impuesto a las remesas, y no a los episodios de violencia ocurridos recientemente en Los Ángeles. El problema, sin embargo, no es solo semántico ni de oportunidad mediática: es político, estratégico y profundamente simbólico.
En un entorno global donde las relaciones entre México y Estados Unidos atraviesan momentos de sensibilidad migratoria, económica y diplomática, cualquier pronunciamiento de alto nivel debe considerar sus implicaciones binacionales. Más aún si involucra a los millones de connacionales que viven del otro lado de la frontera y cuyas vidas, derechos y aspiraciones están directamente influenciados por el clima político en ambos países.
Sheinbaum acusa a la oposición de “mentir deliberadamente” y de ser “antipatriotas” por haber vinculado su discurso con los disturbios en California, al tiempo que desmiente los señalamientos de la secretaria de Seguridad estadounidense, Kristi Noem. Según la versión oficial, el llamado fue pacífico, institucional, enfocado en un ejercicio de cabildeo político por parte de la comunidad migrante y los legisladores mexicanos. Pero si ese fue el objetivo, ¿por qué no blindar con mayor claridad el mensaje desde el principio?
El debate sobre el impuesto a las remesas —una propuesta preocupante que afectaría directamente a la economía de millones de hogares mexicanos— amerita una defensa firme, pero también inteligente, coordinada y diplomática. México tiene toda la legitimidad para proteger a sus migrantes, pero ello debe hacerse desde la construcción de alianzas, no desde la confrontación o la victimización.
En este contexto, es necesario reconocer que hay una responsabilidad compartida en la narrativa pública. La oposición debe ejercer su papel crítico, sí, pero sin explotar de manera oportunista las tensiones internacionales. Y el gobierno debe cuidar el tono y los canales de sus mensajes, especialmente cuando se trata de exhortos a movilizaciones que pueden ser malinterpretados, amplificados o manipulados en el ecosistema digital transnacional.
Tampoco puede pasarse por alto que la presidenta ha optado por encuadrar la crítica como un ataque a la patria. Una fórmula peligrosa y cada vez más recurrente que termina por ahogar el debate legítimo bajo etiquetas de traición. Esta estrategia erosiona el diálogo democrático y desincentiva el consenso que el país tanto necesita en materia migratoria y diplomática.
Desde una postura nacionalista, pero también responsable, lo urgente no es repartir culpas sobre quién dijo qué, cuándo o cómo, sino enfocarse en los mecanismos reales para proteger a nuestros connacionales en Estados Unidos. Eso incluye cabildeo legislativo, cooperación bilateral, diplomacia activa, pero también una narrativa mesurada que no ponga en riesgo la relación con nuestro principal socio comercial y destino migratorio.
Hoy más que nunca, los liderazgos en México deben actuar con inteligencia estratégica, conscientes de que sus palabras rebotan más allá de las fronteras. Y es ahí donde se mide la altura de un gobierno. No por su capacidad de señalar culpables, sino por su habilidad para construir soluciones.
Porque México no puede permitirse conflictos innecesarios con Estados Unidos. Pero tampoco puede permitirse un silencio que deje sin defensa a su gente. Entre la pasividad y la provocación, debe imponerse la responsabilidad de Estado. Y eso exige más que discursos: exige visión, oficio y madurez política.

