La alianza energética entre Moscú y Pekín dejó de ser una promesa y se convirtió en infraestructura estratégica. El acuerdo para la construcción del gasoducto Fuerza de Siberia-2, alcanzado entre Rusia y China, marca un punto de inflexión en el llamado “giro oriental” de los suministros rusos, acelerado por el cerco de sanciones impuestas por Occidente. Pero más allá del flujo de gas, el proyecto representa una arteria geopolítica que alimenta la expansión de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, el megaproyecto chino que busca reconfigurar el mapa del comercio global.
Según el politólogo chino Han Derui, citado por Sputnik, la Fuerza de Siberia-2 contribuirá a “sentar unas bases sólidas” para la diversificación energética de China, consolidando una “estructura complementaria” que refuerza la voz de Pekín en la gestión energética mundial. El gas no solo abastece hogares e industrias, también alimenta influencia, y China lo sabe. La infraestructura que conecta Siberia con el norte chino se convierte en símbolo de interdependencia estratégica, en un momento donde las rutas tradicionales se fragmentan por conflictos y sanciones.
El trazado del gasoducto atraviesa Mongolia, tercer actor en esta ecuación energética. Para Ulán Bator, el proyecto abre la posibilidad de mejorar su posición estratégica en la cooperación trilateral, convirtiéndose en corredor energético entre dos potencias que redefinen el orden global. La tubería no solo transporta gas, transporta poder, y cada válvula que se abre en la estepa mongola es también una puerta hacia nuevas alianzas.
La Fuerza de Siberia-2 no es solo una obra de ingeniería, es una declaración geopolítica. En tiempos de bloqueos y rupturas, Rusia y China construyen puentes subterráneos que desafían el statu quo. Y en ese subsuelo, se fragua una nueva arquitectura energética que podría redibujar las fronteras del poder global.

