Por: Fernando Moctezuma Ojeda – @FerMoctezumaO
Si algo ha quedado claro con la reciente aprobación de las reformas a la Ley de Amparo es que nuestra clase política ha perfeccionado el arte de convertir el debate jurídico en un espectáculo de voluntades enfrentadas, retóricas ambiguas y justificaciones circenses. Esta semana la Cámara de Diputados logró, con 322 votos a favor, 128 en contra y tres abstenciones, aprobar una iniciativa que, según la propia presidenta Claudia Sheinbaum, “prioriza el interés colectivo sobre privilegios individuales”. Una frase que suena admirable hasta que uno recuerda que ese “interés colectivo” se decide a puertas cerradas y en largas sesiones nocturnas que los ciudadanos no siguen ni comprenden.
Olga Sánchez Cordero, exministra de la Suprema Corte, decidió abstenerse y denunciar un “abuso” en el uso de suspensiones y restricciones al acceso al amparo. La reacción inmediata de Arturo Zaldívar fue cuestionarla, no por el fondo, sino por la forma. Esta es la constante: más que argumentos, se intercambian gestos y señalamientos. La política mexicana parece un teatro donde la coherencia y la defensa de los derechos se subordinan al libreto partidista.
Mientras se ajustaban las palabras en los transitorios para esquivar la noción de retroactividad, los diputados añadieron cientos de modificaciones al dictamen, lo que generó acusaciones de “retroactividad encubierta”. La oposición no tardó en señalar que la nueva redacción abría un riesgo de aplicación discrecional que podría afectar derechos ya adquiridos. Pero, al parecer, la certeza jurídica es un detalle menor cuando el objetivo real parece ser pasar la ley a toda costa y presumir que la justicia se moderniza.
Sheinbaum insiste en que la reforma no elimina derechos, sino que ‘los equilibra’ con el interés público, mientras que los críticos alertan que lo que en realidad se está equilibrando es el poder político sobre la ciudadanía. Las declaraciones de la presidenta y de Zaldívar confirman que en este juego el derecho se convierte en un pretexto: los ciudadanos deben confiar en que “todo está bajo control”, aunque los procedimientos parezcan más un ejercicio de contorsionismo que una protección efectiva de sus garantías.
Los cambios de última hora propuestos por Hugo Eric Flores y la inclusión de disposiciones técnicas de Hacienda muestran un fenómeno recurrente: la legislación se convierte en un tablero donde los diputados mueven piezas estratégicas, mientras los ciudadanos observan desde la tribuna, impotentes. La Ley Aduanera, aprobada casi en paralelo, refuerza la impresión: digitalización, transparencia y fiscalización son palabras que suenan bien, pero la implementación se deja en manos de un sistema que rara vez se ajusta a la realidad del ciudadano promedio.
El escenario completo deja un sabor ácido. La oposición denuncia retroactividad selectiva, riesgo de sobrerregulación y reducción de garantías, mientras que el oficialismo celebra la “modernización” del sistema judicial. Entre estas posiciones, la ciudadanía queda atrapada, con menos recursos legales para defenderse y con la certeza de que los intereses colectivos muchas veces coinciden con los de quienes legislan y no con quienes son gobernados.
Finalmente, la lección es clara: en México, la política y la ley se parecen cada vez más a un tablero de ajedrez donde los ciudadanos solo pueden observar, esperando que alguien, algún día, decida que sus derechos importan. Las reformas no son el fin del debate, sino un recordatorio de que, en la clase política, el poder y el espectáculo están por encima de la justicia real.

