Por: Fernando Moctezuma Ojeda – @FerMoctezumaO
Cada tanto, el país asiste a un espectáculo ya conocido: partidos que se juran distintos, líderes que aseguran haber aprendido la lección, y consignas que prometen una refundación nacional. Cambian los colores, el eslogan y el logotipo; pero las estructuras permanecen intactas. Es como ver una obra repetida con los mismos actores, sólo que con un decorado distinto. El “nuevo PRI”, el “nuevo PAN”, la “nueva izquierda”, o la “nueva política” comparten el mismo pecado original: creer que la apariencia puede sustituir al cambio.
Las dirigencias políticas mexicanas viven obsesionadas con la idea de modernizar la fachada sin tocar los cimientos. Confunden la apertura con la simulación y el diagnóstico con el discurso. Se organizan foros de “autocrítica”, congresos de “reforma interna” y encuentros “ciudadanos” donde participan exactamente las mismas figuras que han acaparado el poder durante décadas. La política mexicana ha convertido la palabra “renovación” en un trámite burocrático.
El mayor fracaso de esos intentos es su desconexión con la base. Las voces que vienen desde abajo —las que conocen los barrios, los ejidos, los comités y los mercados— rara vez llegan a oídos de la cúpula. Los partidos se han vuelto estructuras verticales donde los militantes sirven para aplaudir, no para decidir. En esa pirámide, los de arriba reparten candidaturas y los de abajo reparten volantes. La política deja de ser representación y se convierte en administración de privilegios.
El problema es más profundo: no es sólo falta de apertura, sino una enfermedad sistémica que abarca casi todos los espacios del poder público. La corrupción no es una anomalía aislada; es parte del diseño institucional. Está presente en los partidos, en las corporaciones de seguridad, en el sistema judicial y en amplios sectores del gobierno. Ese entramado desvía recursos, destruye confianza y erosiona cualquier intento de política pública real.
A la corrupción la sostiene su aliada inseparable: la impunidad. En México, los delitos no se castigan, los expedientes se archivan y las responsabilidades se diluyen. Las estadísticas de casos no denunciados o no resueltos son una confesión colectiva de fracaso. Y mientras no haya consecuencias, el mensaje es claro: la corrupción paga, el abuso no cuesta y la ley sólo se aplica a quien no tiene poder para evitarla.
Esa combinación tóxica tiene un costo devastador: la pérdida de confianza. Cuando los ciudadanos perciben que las reglas son selectivas y que la justicia depende del cargo o del apellido, el resultado es el desencanto. La gente deja de creer, deja de participar y termina resignándose a un sistema que parece diseñado para proteger a los de siempre. Ahí comienza el deterioro democrático.
Lo más irónico es que, frente a esta realidad, la respuesta de los partidos es siempre la misma: campañas de imagen, nuevos lemas, “consultas abiertas” y convocatorias para jóvenes. Una especie de operación cosmética, casi de manual, para revivir a un paciente que se niega a reconocer su enfermedad. Los partidos buscan parecer modernos mientras operan con los métodos más viejos: pactos en lo oscurito, dedazos disfrazados de consenso y candidaturas decididas en cafés o salones privados.
Si algo une a toda la clase política, es la incapacidad de ceder poder. Ninguno está dispuesto a perder un espacio, compartir liderazgo o aceptar un relevo real. En ese afán de perpetuarse, las dirigencias se vuelven su propio obstáculo. No comprenden que la fuerza de un movimiento no se mide por su control interno, sino por su capacidad de escuchar, delegar y permitir que otros ganen. En política, saber perder a tiempo puede ser la forma más inteligente de ganar después.
La “nueva política” que tanto se promete no surgirá de un rediseño gráfico ni de una campaña publicitaria. Nacerá el día que los partidos dejen de protegerse a sí mismos y empiecen a representar a quienes dicen defender. El día que se atrevan a castigar la corrupción dentro de sus propias filas, que abran espacios reales de decisión, que escuchen a la gente sin convertirla en audiencia.
Hasta entonces, seguiremos viendo el mismo libreto: relanzamientos con luces y aplausos, discursos que juran renovación, dirigentes que hablan de futuro mientras viven anclados en el pasado. La política mexicana no necesita una nueva versión de sí misma; necesita, de una vez por todas, dejar de mentirse.

