Por: Fernando Moctezuma Ojeda – @FerMoctezumaO

El gobierno federal volvió a desplegar sus reflectores sobre una figura conocida: Ricardo Salinas Pliego. Esta vez, el golpe vino en forma de “bloqueos precautorios” a 13 casinos, dos de ellos propiedad del magnate. La narrativa oficial habla de lavado de dinero, flujos internacionales sospechosos y sustento jurídico sólido. Todo en orden, todo conforme a la ley, todo muy institucional… salvo que huele a política más que a justicia.

Nadie en su sano juicio puede defender el historial fiscal de Grupo Salinas, un consorcio que ha hecho del litigio su deporte favorito. Pero tampoco se puede ignorar el patrón de oportunas coincidencias: las acciones legales se endurecen justo cuando la relación con el poder se enfría, las auditorías se multiplican cuando la crítica se vuelve incómoda y los mensajes “de advertencia” llegan envueltos en el lenguaje pulcro de la legalidad. Así opera el Estado mexicano cuando el disenso se vuelve un estorbo: no con censura abierta, sino con el bisturí de la fiscalización.

Claudia Sheinbaum asegura que no hay trasfondo político, que todo está sustentado jurídicamente. Y quizá tenga razón. Pero la historia reciente nos enseña que en México el problema nunca es la falta de leyes, sino su aplicación quirúrgica. Selectiva. Para unos, todo el peso de la justicia; para otros, la benevolencia del olvido. Las investigaciones, auditorías o clausuras aparecen y desaparecen con una precisión que haría sonrojar a cualquier estadístico.

Porque lo que está en juego no son trece casinos ni unos cuantos millones en impuestos. Es la comodidad con la que el poder utiliza la maquinaria del Estado para disciplinar a sus adversarios —sean empresarios, periodistas o políticos— mientras se otorgan indulgencias a los aliados de turno. Ayer fue Salinas, mañana será otro. La ruleta del poder nunca deja de girar, y el número ganador depende de la cercanía al Palacio.

No se trata de defender a un empresario acostumbrado a los privilegios del sistema que ahora lo muerde. Salinas Pliego representa, con toda su arrogancia y desplantes, la peor versión del capitalismo de compadres que este mismo gobierno prometió erradicar. Pero también encarna un síntoma: la intolerancia del poder hacia quien osa desafiar su narrativa. Que el adversario sea impopular no vuelve legítimo el uso político de la justicia.

Lo irónico es que, mientras el gobierno habla de limpiar la casa, las alfombras siguen escondiendo polvo. El combate a la evasión fiscal sería más creíble si no coexistiera con la opacidad en obras públicas, los contratos directos y los programas sin auditoría. Y la “purificación moral” del sistema sonaría menos hipócrita si la crítica no implicara el riesgo de una inspección sorpresa o un bloqueo bancario.

Al final, la guerra entre el Estado y Salinas Pliego no es más que otro capítulo del viejo guion mexicano: el poder castigando con justicia selectiva lo que antes toleró con complacencia. La diferencia es que hoy la cruzada se disfraza de ética pública y la propaganda sustituye al debate.

Porque en México, la moral siempre depende de quién la impone y a quién se le aplica. Y en esa ruleta, como en los casinos clausurados, la casa —el poder— siempre gana.